Confié de más en mis habilidades fundadas en la maestría que se adquiere luego de muchos años de experiencia, y con esto me refiero tan solo a lo bien que me quedan forever and ever los nopales asados.
Creo que esa es la lección que tengo que aprender y una vez que lo haga, podré morir tranquila en brazos de Hugh Jackman mientras me dice por milésima vez que soy el amor de su vida.
Y es que me tropecé dos veces en esta semana con esta situación, una el miércoles y hoy lo de los nopales.
Me cuesta hablar del miércoles, pero ahí les va:
Estaba en una de esas reuniones de un grupo que he tenido a bien llamar "La Mesa que más aplauda". Como soy muy propia y siempre me visto conforme a la ocasión, me produje un look onda "feminista de izquierda preocupada por la pobreza en el mundo" jeans de marca-blusita formal con influencia hipiteca-collar folkorico elaborado por nobles manos indígenas (aclaro: mis jeans no eran de marca pero mi collar si lo produjeron nobles manos de indígenas queretanas) y en cuanto llegué, puse cara de "lidereza de ong izquierdista que se pasea por todo el mundo asistiendo a lujosos congresos de puras buenas intenciones" (notarán que me pongo sarcástica tratando de no hablar del tema en sí). Tengo dos buenas costumbres que sigo siempre en ese tipo de reuniones, la primera, no decir ni pio; la segunda, no urgarme la nariz. La primera me asegura un perfil bajo. La segunda es algo que hago únicamente cuando estoy en medio de una cerebración profunda (por ejemplo cuando escribo un post) que es imposible de lograr cuando montones de hurracas tratan de ser amables y demostrar que no se odian a muerte.
¿Por qué conservo un perfil bajo? Tres razones:
Una, perfil alto=coordinador de comisión=trabajo extra con el que otros se van a parar el cuello.
Dos, es mi estilo
Tres, ofrece lo que todo buen estratega conoce como "el factor sorpresa"
Formalidades por acá, chistes malísimos por allá, informes chaquetos, exigencias e indignaciones, discursos gastados. Cada que estoy en una de esas reuniones me dan ganas de despeinarme, ponerme las botas de montaña e irme a Nueva Guinea a predicar el ipodismo.
En esas elucubraciones estaba cuando entre todo ese palabrerío me llegan fragmentos de un discurso plagado de indignación y abnegación por el futuro de nuestras criaturas. Me doy cuenta que indirectamente están criticando mi trabajo, claro, sin decir que es mío, pero mis agudizados sentidos felinos no fallan. Fue brutal. Y también fue completamente inmerecido. Explicaciones tengo muchas. Pero las explicaciones son como el hilo dental de las tangas, en medio de las circunstancias pasan desapercibidas.
Al final de todo eso camine por casi una hora (como hacía calor me compre un raspado de vainilla), pensando en mis excesos de confianza, en que lo de predicar el ipodismo puede ser mi verdadera misión en la vida y que estoy perdiendo tiempo valioso. Al pasar por una agencia de viajes, estuve apunto de comprar mi boleto de avión a Nueva Guinea preguntándome retóricamente si habría aeropuertos allá, cuando me acordé que tengo que ir a Guanatos a celebrar el inicio de la primavera. Pasé el resto de la semana pensando que ese había sido el peor día de mi vida. Pero hoy en la mañana mientras intentaba respirar por la boca y hacer la brazada reversible, me di cuenta que el peor día de mi vida será cuando me muera y que, aunque les parezca inconcebible, no nací sabiendo y alguna vez me iba a llevar una descalabrada de ese tipo, pero que para eso están las banditas de dinosaurios del Waldo´s Mart.
Y apesar de todo, los nopales con su pechuguita de pollo asada, estaban a toda madre. Y ya me siento mejor, puedo hablar del asunto sin necesidad de planear una cruel venganza. Lo cual es una muestra de, sí otra metáfora de la nadeishon: Una vez que aprendes a flotar, está bien cabrón que te hundas.