No sé cómo le haces que siempre sabes cuándo llamarme, siempre.
Escuchaba mi programa de radio favorito, que me hace reír como loca, tenía frío. Estaba parada en ese lugar que es nuestro punto de reunión desde hace ¿cuántos? ¿cuatro años? Y te esperaba. Y me encontraste riéndome sola.
Llegaste puntualito, y te vi llegar y no te vi. ¿Dónde quedó el deportivo blanco? No creas que me quejo, no más me da envidia que tengas la camioneta que yo quiero y en mi color favorito.
Subí, nos miramos y sonreíste. Sentí cosquillas. Ahí vamos otra vez.
Varias mujeres han pasado por tu vida y varios hombres por la mía. Y siempre, tarde o temprano volvemos a vernos. Con la sutil diferencia de que yo no le he faltado a nadie pero tú sí. Sutil diferencia que me ha obligado a no verte como algo más. Sutil diferencia que me obligó a no enamorarme de ti en aquel entonces. Bueno no tanto.
Esa mañana estuve leyendo las cosas que he escrito y que tienen que ver contigo. Un par de cuentos, un par de cartas y muchos poemas. Me asombré, en ese repertorio está uno de mis mejores poemas. Y ¿sabes?, todavía tengo guardada una serie de fotos que llevan por título “huellas de oso”.
No te voy a mentir, no sentí toda esa expectación de este tipo de encuentros, estaba contenta de volver a verte, pero no queda nada de idealización. Básicamente por que contigo se perfectamente a lo que voy.
No quise preguntar a dónde íbamos, no me gusta, prefiero no saber hasta estar ahí. Pero cuando vi a dónde pretendías entrar no pude reprimir esa vocecilla perversa de no sé quien, que salió de mi propia garganta:
- Pues ya que estamos celebrando tu ascenso, prefiero conocer tu nueva oficina.
Yo no me acordaba que te había regalado mi boca. Pero tú sí.
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