Últimamente me ha dado por ver películas que me hagan llorar, básicamente porque estoy tratando de reencontrar los mecanismos para poder hacerlo, porque es algo que me acostumbré a contener desde que me acuerdo.
A veces ni la muerte, el dolor o la frustración lograban hacerme llorar, lo que yo sentía quedaba relegado, oculto, minimizado, ignorado. Sólo ver el dolor de alguien más, me hacía soltar las de Remi y nomás poquito.
Todo empezó con Narnia cuando la méndiga bruja rasta, humilla al lindo gatito. Me salieron unas lagrimitas, pero extrañamente supuse que la cosa no acababa ahí, y sólo dije: no hay que perder la fe. Luego voltee a lado y lado para ver quien había dicho eso y me di cuenta que fui yo. Sí, inexplicable.
La primera recomendación, fue la de mi querido Alonso: Las tortugas pueden volar. Por supuesto que me sacó algunas lágrimas, pero más allá de eso me dejó sin palabras y hundida por muchos días en aquel estanque buscando los peces rojos.
A la siguiente fui por compromiso (me secuestraron!); cuando era niña fue una de mis favoritas y en aquel entonces también me hizo derramar algunas de cocodrilito. Pero esta vez King Kong superó las expectativas, ya que la mitad de la pinche y malísima película lloré a moco tendido para estupefacción de toda la sala.
Por supuesto no se me escapa la total y absurda ironía: el salvajismo con el que trataron a un changuito que ni siquiera existe, pues estoy consciente de que era una animación, pudo más que los ojos tristes de los niños en medio de una guerra o del pequeño buscando a sus padres entre los residuos de los misiles. Es y seguirá siendo absurdo. Aunque podría deberse a que voy avanzando en mi proceso para desembotar mi sensibilidad, desanestesiarme.
Luego la de geishas se quedo muy corta, muy rosa; en realidad no refleja todo lo que aquellas mujeres tenían que sufrir para consolidarse dentro de los cannones estéticos inflexibles que les eran impuestos. Y La niebla, mmm, pues si está para llorar, pero de güeva.
Entonces vino la recomendación del dueño del gato, “con esa hasta yo lloré” me dijo.
Y ayer me fui a verla con Camila, lo curioso en este asunto es que aunque las dos somos hinchas, su jersey es rayadito (de birria) y el mío azul y oro. Los detalles en otra post, porque esta ya se hizo muy larga.
A veces ni la muerte, el dolor o la frustración lograban hacerme llorar, lo que yo sentía quedaba relegado, oculto, minimizado, ignorado. Sólo ver el dolor de alguien más, me hacía soltar las de Remi y nomás poquito.
Todo empezó con Narnia cuando la méndiga bruja rasta, humilla al lindo gatito. Me salieron unas lagrimitas, pero extrañamente supuse que la cosa no acababa ahí, y sólo dije: no hay que perder la fe. Luego voltee a lado y lado para ver quien había dicho eso y me di cuenta que fui yo. Sí, inexplicable.
La primera recomendación, fue la de mi querido Alonso: Las tortugas pueden volar. Por supuesto que me sacó algunas lágrimas, pero más allá de eso me dejó sin palabras y hundida por muchos días en aquel estanque buscando los peces rojos.
A la siguiente fui por compromiso (me secuestraron!); cuando era niña fue una de mis favoritas y en aquel entonces también me hizo derramar algunas de cocodrilito. Pero esta vez King Kong superó las expectativas, ya que la mitad de la pinche y malísima película lloré a moco tendido para estupefacción de toda la sala.
Por supuesto no se me escapa la total y absurda ironía: el salvajismo con el que trataron a un changuito que ni siquiera existe, pues estoy consciente de que era una animación, pudo más que los ojos tristes de los niños en medio de una guerra o del pequeño buscando a sus padres entre los residuos de los misiles. Es y seguirá siendo absurdo. Aunque podría deberse a que voy avanzando en mi proceso para desembotar mi sensibilidad, desanestesiarme.
Luego la de geishas se quedo muy corta, muy rosa; en realidad no refleja todo lo que aquellas mujeres tenían que sufrir para consolidarse dentro de los cannones estéticos inflexibles que les eran impuestos. Y La niebla, mmm, pues si está para llorar, pero de güeva.
Entonces vino la recomendación del dueño del gato, “con esa hasta yo lloré” me dijo.
Y ayer me fui a verla con Camila, lo curioso en este asunto es que aunque las dos somos hinchas, su jersey es rayadito (de birria) y el mío azul y oro. Los detalles en otra post, porque esta ya se hizo muy larga.
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